fríamente en Oslo, arrastrando desde la sobrevaloración de su Yo mesiánico y justiciero. Anders Behring Breivik ha venido alimentando su hipersensibilidad y vigilancia como observador frío y con una pretenciosa perspicacia y valoración de su entorno y del mundo que aproxima delirante (1500 folios). Ha roto la paz civilizada de Oslo, de Noruega y de los atónitos europeos y pueblos víctimas del terrorismo. Pretende fundar su acción, cargada de arrogancia y bravuconería, en esos rasgos totalitarios y divinos de quien tiene conciencia de su función redentora, "ha sido un horror pero necesario". La sacralización de su manera de ver el mundo, la falsedad no sólo de sus análisis y, sobre todo, de sus formas de afrontar su supuesto compromiso por la sociedad noruega y europea, están bien lejos de los valores cristianos y de los filósofos que dice patrimonializar.
Este escándalo debe reactivar nuestra responsabilidad personal y la autenticidad de la democracia. No hay enemigo pequeño. Un estado debe garantizar la vida y la seguridad de sus ciudadanos por encima de todo como base de libertad y justicia (EE.UU permite incluso la tenencia de armas, según se recoge en la segunda y novena enmienda. En Israel, atentar contra un ciudadano es atentar contra el propio estado. ¿Como en España donde un gobierno "bienintencionado" pacta con terroristas, entre mentiras y el reguero miserable de la sangre vertida por cerca de un millar de conciudadanos que han vivido y defendido la Constitución como única regla de juego entre hombres libres e iguales; que consiente el matonismo de la exclusión y la diferencia en un estado inviable, que los avasalla hasta la esclavitud entre la arrogancia y el despilfarro?). La hipocresía con que todavía se maneja la clase política, el manoseo de las leyes, la lejanía y el desamparo de los ciudadanos, esa especie de fumigación lenta de su poder y sus derechos en libertad e igualdad, merece una alerta permanente. Los salvadores acechan paranoidemente más cerca de lo que podamos pensar. También los gusanos. La recurrente antigualla de remitir los problemas -¿la crisis?-, a un sistema distinto de aquel en el que nos movemos y del que todos somos responsables, cuando los ciudadanos se alejan del ejercicio de su poder constituyente, los políticos, administradores, funcionarios y comunicadores usan la democracia como trampantojo de cobardes que desarman en su propio beneficio a sus conciudadanos compatriotas o los secuestran, víctimas de su ambición, torpeza e incompetencia, obliga a reactivar nuestra dignidad de constituyentes, eficaz y eficientemente, si no, volverán los salvadores.
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