sábado, 25 de diciembre de 2010

Bajé con Blanca por la Puerta del Sol de la Vieja Judería

Blanca quería hablar de mística y mesianismo pero tenía que hacer varias cosas y yo no debía dejar de contemplar la iglesia de San Millán, sus atrios al norte y al sur, sus cuatro ábsides, la cúpula califal y la torre mozárabe. Es una quietud que oprime hacia el arrebato. Cómo tantos y tan pequeños esfuerzos de millones de vidas calladas nos han dejado una huella de tamaña excelencia y esperanza.
Blanca cincuentea y cuando deja que la paz invada su rostro parece el de una virgen románica, blanco y sonrosado.
Volví por la Puerta de la Luna, San Martín arriba. 
 Quiere que le hable de ella porque, dice, es como si nos conociéramos de toda la vida, aunque fuera escasamente ayer cuando coincidimos de samaritanos y poetas.
Me enseña unas fotografías. Allí su hijo que no acaba de acabar la carrera y que la lleva por la calle de la amargura. Y las suyas. ¿Me dejas aventurarte algo? En los 90 todavía mantienes el rostro iluminado y terso, lleno de ilusiones, pero ¿qué te ha pasado desde el 2001 hasta ahora? Permanece algo oscuro y un contenido dolor de lo que sobresales con esfuerzo titánico y poder, pero te está agotando. Sobreactuar cansa y es insano. Tienes motivos para vivir iluminada y para relajar tu alma y tu cuerpo. Tal vez dulcifiques esas meritorias sombras. Blanca, amiga, es la paz. Hace mucho tiempo que has ganado. De todos modos el cielo no está aquí. Quiso que le leyera las manos,
tal vez para la mutua caricia con ternura porque no fue necesario que le confesara mi negación para la quiromancia ni mi disposición al arrullo. La ternura, esa que se nos va perdiendo, inagotable y tímida, entre las costuras de tanto esfuerzo y excelencia.   

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