domingo, 17 de marzo de 2013

Hemos ido a un recital de Pilar Jurado acompañada

de una prestigiosa orquesta de jazz. Se me empezaron a acumular intensidades, emociones y colores de contraste estremecedor, acallados en mi alma y contenidos con el afán de no perder ninguno. Era la rítmica llamada de la tierra y de la carne, del universo y del Espíritu, que eclosionaban, en mis primeros años setenta como ahora mismo, tan ingenuos y tiernos. La voz de Pilar que pareciera la famosa saeta con su punta fina y breve, volviendo a rasgar el velo del templo en lo más profundo de mi mismo, me iba hipnotizando. Voz de modulación y elevación superior. Sus pechos todavía adolescentes y su consuetudinaria belleza, cuyo exceso desparramaba sin misterio, no lograron interrumpir aquellos ejercicios espirituales en los que me vi envuelto graciosamente (no le perdono el descuido del palmito con unos incipientes y movedizos faldoncillos serosos). Siempre es buena cierta inaccesibilidad cuando nos acercamos a la excelencia y sus hontanares. Tal vez así los mortales soñemos creíble el paraíso y podamos sentir el deseo de plantar tres tiendas ante una manifestación divina o suspirar que no haya más mundo que éste. Recuerdo la misma transportación a un mundo sublime en manos de Rosa Torres Pardo en el 2º Concierto para piano de Saint Saëns en el Auditorio. Todo era un adelanto y una iluminación breve de la conciencia que nos certificaba la auténtica verdad de que nuestro mundo había acabado y también el tiempo y que todo era cuestión de desenredarnos de nuestra torpeza que nos tenía aherrojados entre tinieblas como en la caverna de Platón. Por eso, el hoy fugaz es tenue y es eterno.

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