Decidí, con calmada ansiedad retomar los caminos que alentaran de nuevo la necesidad de vivir intensamente y salí, sin darme cuenta al profuso horizonte, yendo a toparme con las Moradas de Santa Teresa. De Barcelona fui directamente a Segovia,
elevado lugar de luz y palabra, íntima y húmeda alameda, donde la razón soberbia, deshecha en el humilladero y la encauzada sentina de escombros (¡oh Clamores, cuánta arrogancia cruel se ha podrido en tus leves entrañas!) adquiere la gracia del agua y de la luz testimoniada desde siglos;
caminé, a la alborada, la acostumbrada ilusión de alcanzar lo más alto que señalan las torres almenadas y recorrí los rincones escondidos de la ambición y del culto a un cielo perentóreo y perecedero como si no hubiera más mundo que éste, limpio el corazón y a tientas como un ciego.
Encontré a Teresa obligada a relatar el camino que había labrado dentro de sí. La Andariega, tras dejarse retratar por Juan Miseria por orden del P. Gracián,
cumple su orden de escribir sobre su propio camino y experiencia, sin conocer de asuntos tan profundos y elevados y sin saber contarlos, torpe y ruín, según dice de sí misma. En breves meses (de junio a noviembre de 1577) a explicar su propia experiencia, entre Toledo, Segovia y Ávila.
Volví a Toledo. Me hospedé junto a la Casa de El Greco
y me entretuve por el admirable y todavía cargado de misterio, barrio judío,
la Sinagoga del Tránsito
y la de Sta. María la Blanca.
Junto a mí, intemporales, se movían supervivientes mudéjares, mozárabes, moriscos y cristianos viejos y nuevos, inquisidores y marranos.
Y bajando desde San Juan de los Reyes vi caminar con donaire a la misma Teresa de Ávila cerca de la puerta de Cambrón hacia la plaza que ahora lleva su nombre al lado del Convento de las Carmelitas Descalzas que ella fundara.
La desinquieta mujer, de progenie también mestiza, empezó aquí a escribir sus Moradas. Me llegué a la Casa que primeramente habitó la Santa cerca de la basílica de San Román, majestuoso testimonio visigótico y el Museo de los Concilios. Más abajo la iglesia barroca de San Ildefonso de los Jesuítas. Bajé como tantas veces a la Catedral Primada. De allí a Zocodóver. Por la tarde peregriné por la ladera donde todavía permanece el muro del antiguo Convento de Calzados donde permaneció, prisionero, San Juan de la Cruz durante 9 meses, de lo que sólo queda un frágil recuerdo.
Continué por el Puente de Alcántara largamente,
rodeando la ciudad hasta los Jardines y la Puerta de la Bisagra. Culminé mi memoria en la Mezquita del Cristo de la Luz y se hizo la noche y volví a descansar sobre las aguas del Tajo en la Judería amada.
En Segovia escribió Teresa las terceras moradas y el resto en Ávila. En esta ciudad de los Caballeros, irradiaba el sol, iluminándola, luminosa y clara, con el suave céfiro, los cielos límpidos, las criaturas y palomas en la plaza de la Santa alegrando la tarde junto a la iglesia de San Pedro. Mientras yo había recorrido paseos, plazas y soportales, ramoneando murallas y conventos y, ahora, me encontraba, junto a una cerveza sin alcohol, en oración contemplativa.
Me llegué al convento de San José, primera de las fundaciones descalzas con la que, humildemente, pretendía radicalizar la vocación de perfección y de amor divino. Paseé por Santo Tomé, entré en la basílica de San Vicente y llegué al monasterio de la Encarnación con su ejemplar museo, reproduciendo las caminatas frecuentadas por aquella admirable mujer.
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