lunes, 1 de octubre de 2012

Joaquín Leguina y los nuevos mozárabes.

La hora de la verdad

Los nacionalistas han olvidado que la Constitución es fruto de una voluntad común de convivencia y de un pacto político.
Por Joaquín Leguina (1 OCT 2012)
La música nacionalista nos era conocida y también nos era familiar la letra... una huida hacia adelante que la crisis no ha hecho sino empujar, por dos razones, al menos: 1) la tracción centrípeta europea ha perdido fuerza y 2) el victimismo nacionalista exige más que nunca echarle la culpa de “nuestros males” a Madrid. ¿Cómo se ha llegado hasta aquí?
En primer lugar, ganando la batalla dentro y fuera de Cataluña a unos adversarios que prefirieron no plantar cara. Y, ya se sabe, las batallas que no se dan siempre se pierden. Además, cuando alguien no encuentra oposición a sus ideas acaba desbarrando. Por otro lado, los nacionalistas jamás hablan de las complicaciones jurídicas y tampoco de los riesgos que para ellos conlleva el viaje a ese Eldorado de la independencia. Para los nacionalistas, Cataluña (representada exclusivamente por ellos) siempre estará por encima de la Ley.
Si te opones a las ideas nacionalistas serás tachado de “centralista” y hasta de “fascista”
El desistimiento de “la otra parte” ha permitido a los independentistas convertir en mozárabes a los catalanes no nacionalistas, especialmente a aquellos que provienen de la inmigración (conviene saber a este respecto que la mayor parte de los catalanes tiene como lengua materna el castellano). En este proceso de asimilación a martillazos el gran responsable político ha sido el PSC. Basta para demostrarlo con ver las actitudes de quien ha sido el paradigma del mozárabe, José Montilla. Un hombre nacido en Córdoba, que no solo ha apoyado con entusiasmo la “inmersión lingüística” sino que le montó un pollo al Tribunal Constitucional por atreverse a “tocar” el famoso Estatuto. En verdad, si hoy te opones a las ideas y sentires de los nacionalistas serás tachado de “centralista”, “nacionalista español” y hasta de “fascista”.
También ha existido la complicidad de los grandes partidos de ámbito nacional, debida —en buena parte— al papel en que la ley electoral coloca a los nacionalistas: el de bisagra para la gobernabilidad. “No critiquemos a los nacionalistas, pues los necesitamos para gobernar (o podremos necesitarlos en el futuro)” ha sido la consigna y como consecuencia los nacionalistas han ignorado, sin más trámite, entre otras leyes, los artículos 1, 2 y 3 de la Constitución (“La soberanía nacional reside en el pueblo español”; “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española”; “Todos los españoles tienen la obligación de conocerla [la lengua común] y el derecho a usarla”). Y así, el bilingüismo que consagra la Constitución en los territorios con “lengua propia” ha sido combatido, y no solo con la “normalización lingüística”. Imposiciones que han producido discriminación contra las personas a causa de su lengua materna.
Los nacionalistas también se han olvidado de que la Constitución es el producto de una voluntad común de convivencia y de un pacto político en el que todos renunciaron a sus aspiraciones máximas (los nacionalistas también).
Para acabar con el fuego, Rodríguez Zapatero —a impulsos de Maragall— echó sobre la hoguera unos cuantos bidones de gasolina en forma de nuevo Estatuto (voraz Saturno que acabó comiéndose a todos sus hijos) que, tras un delirante proceso legislativo y un referéndum fallido (la proporción de catalanes que votó a favor del Estatuto rayó con el ridículo) acabó recortado por el Tribunal Constitucional, es decir, otra vez la frustración, esa que tanto ama el victimismo nacionalista.
Pues bien, de todos aquellos polvos han venido estos pesados lodos sobre los cuales se pretende ahora poner en marcha el proceso de divorcio entre Cataluña y el resto de España. En otras palabras: se quiere recorrer un camino hacia una disgregación “a la yugoslava” que el resto de los españoles no podemos contemplar como quien oye llover y no se moja… Y sin embargo, de la boca de muchos de los políticos que representan a los ciudadanos no nacionalistas, dentro y fuera de Cataluña, salen de nuevo palabras melifluas tales como “calma”, “racionalidad”, “diálogo”, “pacto”… Volvemos, pues, como la burra, al trigo. Es decir, a la confusión… y mientras, ellos, tan dialogantes, siguen con la matraca de “España nos roba”.
¿Una negociación? ¿Sobre qué parte del salchichón? ¿Sobre la que sigue en manos del Estado o sobre la que se han tomado, legal o ilegalmente, los nacionalistas? Porque si solo se va a negociar acerca de las ya escasas competencias que mantiene el Estado, mejor apaga y vámonos.
Lo que se ha vuelto urgente para quienes no somos nacionalistas es apelar con vigor a un “patriotismo constitucional” y activo, derivado de la tradición liberal y democrática. No se trata de enfrentar un nacionalismo (el español) con otro (el catalán) sino de dejar las cosas claras: que España es una nación —la única en este territorio, eso nos dice la Constitución— y todos los líderes políticos han jurado o prometido defender esa Constitución.
En este asunto, el PSOE y, sobre todo, el PSC son víctimas de varios malentendidos que tienen su origen en el franquismo. Una primera confusión proviene de pensar que todos los que estaban contra Franco eran “de los nuestros”. Pues no. Los nacionalistas nunca han sido “de los nuestros” ni en su concepción del Estado ni en sus ideas sociales. La segunda y más grave confusión se deriva del añoso prejuicio según el cual los conceptos de “patria” o de “España” son un invento del franquismo. Bajo tales prejuicios es fácil llegar a creer, por ejemplo, que hablar o escribir en español dentro de Cataluña es el producto de una imposición de “la lengua del imperio” por parte de Franco y no una tradición muy anterior a Prat de la Riba.
El PP ha sido a menudo tan consentidor como el PSOE. Baste para demostrarlo con recordar la negativa del Gobierno de Aznar a recurrir (forzó también al Defensor del Pueblo para que no lo hiciera) la ley lingüística aprobada en tiempos de Pujol (esa que permite poner multas a los establecimientos que no rotulen en catalán). Pero, hoy por hoy, son los socialistas —que tienen en Cataluña más votos que el PP— quienes han de cargar con mayor responsabilidad a la hora de defender allí las ideas y los intereses de los catalanes no nacionalistas —que son millones—, a los cuales se les está reduciendo —ya se ha dicho— a la condición de mozárabes. Y esa es una tarea que el PSOE (con o sin el PSC) no puede obviar y para ello y en primer lugar es preciso olvidar ese estúpido “horror al lerrouxismo” que se impuso durante la Transición. Por lo tanto, ha de clarificarse cuanto antes la relación del PSOE con el PSC y aclarar también si este último quiere jugar a “la puta” o a “la Ramoneta”. Se precisa claridad; por ejemplo, acerca del federalismo (¿y qué otra cosa es el Estado de las Autonomías en su desarrollo actual?). Convendría saber de qué federalismo habla el PSC, no vaya a ser que estemos ante esa ensoñación impracticable y contradictoria en sus términos que algunos llaman “federalismo asimétrico”.
Lo que no puede hacer el PSOE en este asunto es el papel de don Tancredo, pues en tan incómoda postura va a ser el primero a quien el toro se lleve por delante.
Joaquín Leguina es economista y fue presidente de la Comunidad de Madrid.


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