Abunda entre los columnistas del prusés la teoría de que 2017 ha de ser el año definitivo para la consecución de sus objetivos. Lamento coincidir con esa pandilla de paniaguados, pero yo también quiero creerlo, aunque cambiando sus aspiraciones por las mías. El inacabable prusés --también conocido como "el viaje a ninguna parte"-- se ha convertido en una tabarra tal que partidarios y detractores de la independencia han acabado unidos por el cansancio y el aburrimiento. Normal, pues llevamos así desde 2012. Hasta entonces, la pesadez nacionalista --iniciada en 1980, con el primer gobierno de Jordi Pujol-- se limitaba a un molesto ruido de fondo que te permitía, con un poco de esfuerzo, ignorarlo y seguir con tus cosas. A partir de la Diada de 2012, ya fue imposible ignorar la situación porque el murmullo había mutado en berrido. De ahí que un servidor de ustedes, sin ir más lejos, optara por escribir libros como El manicomio catalán y El derecho a delirar, convenientemente ignorados por el régimen, a menudo con la complicidad de la prensa y de ciertas librerías convencidas de que colocarlos en la mesa de novedades --no hablemos ya del escaparate, donde campaban a sus anchas las magnas obras del profesor Culla o de Pilar Rahola-- podía traerles problemas (como así fue: que se lo pregunten a Lluís Morral, de Laie, que se llevó una bronca de Àlex Susanna, mandamás por aquel entonces del Ramon Llull). Todo lo que se alarga demasiado acaba por generar hastío. De ahí las prisas que nos han entrado a todos por que 2017 marque el final del prusés, tanto desde un bando como desde el otro. Nosotros ya no aguantamos más y ellos tampoco, tal vez por aquello que decía el gran Jaume Sisa de que la gente lleva empalmada cinco años y se va desesperando al ver que no se corre nunca. Ya llevamos mucho tiempo practicando el chinche mutuo de baja intensidad, el "yo hago algo ilegal y tú me llevas al Constitucional".
Ha llegado el momento del "o caixa o faixa". Que Cocomocho organice su referéndum y se atenga a las consecuencias. Que llegue en su martirologio donde no llegó el Astut y que se arriesgue a la inhabilitación y la cárcel. La CUP le aplaudirá y nosotros nos libraremos de él: si le cae una pena de prisión, propongo que se le deje cumplir la condena en la casa de Pilar Rahola en Cadaqués, donde el comisario Trapero podrá visitarlo con frecuencia y prepararle una de sus deliciosas paellas.
De momento, el hombre sigue con sus provocaciones pasivo-agresivas, ampliando el campo de batalla a su propio pueblo, al que le oculta esa ley de transitoriedad que le permitiría pasar de la ley española a la catalana para que no se la tumbe el perverso tribunal de turno. Parece que quien lo colocó donde está le legó su legendaria astucia, que él dedica a la noble tarea de promulgar leyes secretas, toda una novedad del sistema democrático que no existe en ningún otro lugar y que tampoco le va servir de nada más que para alargar la agonía de separatistas y constitucionalistas, unidos finalmente por el hastío y el aburrimiento.
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