Tras una deliciosa comida en Baeza, sitio de gavilanes, de poetas y místicos en la Jaén profunda, bajo la alta torre de la catedral, me dirijo, festivo, a la salida del restaurante desde una terraza interior, por un pasillo angosto y oscuro. Y, de repente, el abismo. No se veía nada y, en el más desafortunado lugar del acceso al bar por donde debía pasar, estaba abierta una trampilla que bajaba a una especie de sótano-alacena. Me hundí bajo mis pies sobre la pierna derecha que fué frenando con erosiones en los pendientes escalones de madera. No sabía donde iba a caer, pero, se me paró el reloj, saltó el anillo, el bolígrafo para mis notas cayó traumáticamente sin ceremonia alguna. Quedé maltrecho y, en un momento, sonreí por no encontrarme en el foso de los leones ni en el pozo seco de José ni flotando en un pozo ciego ni en una sentina de escombros. Me erguí. Podía caminar. No había huesos rotos. Se apuntaban futuros dolores en metatarso, tibia y gemelos de la pierna derecha hasta la cabeza del fémur.
Exclamé: no ha pasado nada. ¿Cuánto es? Y, tras un breve saludo y abonar la cuenta, sin comentario alguno, me marché. La noche fué menos molesta gracias al sol de medianoche que se levanta entre los olivos.