sábado, 11 de julio de 2009

Cuando el aire baila y se arremolina en las Ramblas

sudoroso y no menos perdido de torpeza por ansia (amor?), buscando con el sol la mar, el abrazo y la calma, evoca nuestro rubor íntimo y cercano, amparado en el estudio y el trabajo, conocido el temblor de las Flores. Por eso, no se extrañaría, tácito amigo, de mis pasos por Barcelona siempre que acudo a aquel nido, en ritual sagrado, y reactualizo mis recuerdos tan vivos, como presentes las ausencias, en los vaivenes del extenso mundo y de las secretas y únicas historias, anécdotas hondas y tiernas desde que llegué allí con apenas cinco años. Desde el Turó miro al Tibidabo que protege y abraza una ordenada Barcelona a sus pies. A la izquierda está el enmudecido Carmelo y el Turó de la Peira y más allá las tres torres de la bóbila de San Adrián del Besós; al frente, emergen los rascacielos de la Villa Olímpica, el barrio gótico, el puerto y Colón y, en medio de la ciudad la torre Agbar, la Monumental de los últimos triunfos de José Tomás,
la Sagrada Familia; Montjuich al fondo
y a la derecha el Camp Nou y la ciudad univertaria. Desde el metro Diagonal (clave del Eixample y del pueblo, ya barrio, de Gracia), inicio mi paseo hacia el mar (Paseo por el amor y la muerte de Huston hacia la Libertad con el Amor prometido), unas veces por la Rambla de Cataluña y otras por el Paseo de Gracia (de subida o de bajada, uno u otro, indistintamente), hornamentado de modernismo -evoco siempre a su iluminado patrón Gaudí, en otro tiempo despreciado por las mismas ratas que ahora se benefician de su recuerdo?- y atropellado por un tranvía); embebido yo de gentes, tiendas y terrazas, renuevo la Pedrera,
la Casa Batlló y sus japoneses en cola, cámara digital en ristre, hasta llegar a la plaza de Cataluña, la FNAC, el Suizo, el Corte Inglés, las Ramblas y la fuente de Canaletas. Los quioscos con sus turistas arremolinados, la querida calle de Santa Ana y su recoleta Iglesia Mayor, con su claustro muy particular,
ese lugar secreto de meditación y plegarias. El socorrido bufet naturalista. La Puerta del Ángel deja a la espalda la Plaza de Cataluña y nos encamina hacia la Catedral y el barrio gótico a la izquierda o, indistintamente, hacia la plaza de S.José Oriol, a la derecha, con su conocida imagen de D. Ángel Guimerá
y, junta, la plaza de Santa María del Pi (aquella paz de beso, todavía virgen, sublimado), lugar íntimo de oración y promesas. Unas veces, tantas, por Petrixol o las galerías Maldá
llego de nuevo a las Ramblas por Portaferrisa. Enfrente, la iglesia de Belén y la calle del Carmen que tantas veces cogí para ir a la Biblioteca de Cataluña no sin pasar por la pesa pública (62 kilos de mi juventud).
Allí hice de negro bien pagado y conocí a muchas amigas floreciendo. Vuelvo por la calle Hospital,

el teatro Romea, la iglesia y plaza de San Agustín
y el fuego (todavía quedan el agua y el viento; demolida la tierra de aluminosis), cuya evocación siempre encuentra rescoldos. En Las Ramblas,

de nuevo, con el encerado de Miró,
la calle San Pablo, mi peluquería y el Liceo.
Al lado, arriba, he dejado el Mercat de San Josep
o de la Boquería.





Seguimos, entre quioscos, estatuas vivientes, dibujantes y adivinos, nos asomamos a la plaza Real,



y llegamos hasta Colón








y el Maremagnum.








Volvamos. Un café en el Café de la Ópera. Entramos por la calle San Fernando, pasamos al carré del Call (barrio judío)


y de allí a la Plaza de San Jaume, último lugar de nuestra insurgencia.







Seguidamente, la Catedral y su claustro con su "mira l'ou com balla". Me acerco a la Plaza del Rey.







Paso Vía Layetana y por l´Argentería (recuerda tu Zeleste progre, antipsiquiátrico y alternativo de psiquiatría democrática de Basaglia, Casagrande y Trieste) hasta Sta. María del Mar.
El museo Picasso y El Fossar de les Moreres están muy cerca, pero los museos quedan para mis arrebatos estéticos (si así os parece) y las memorias históricas, maceradas en memorias bobosolemnes, para otros.

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