EN lo que se refiere a la actividad de masas, el fútbol y el nacionalismo poseen técnicas intercambiables. No en vano, el fútbol fue el depositario incruento del nacionalismo, casi su desahogo lúdico –pendencias ultras aparte–, en tiempos políticos más estables en los que el nacionalismo estuvo mitigado por el escarmiento de las guerras y remitió como metástasis mental típicamente europea: en la actualidad vivimos un rebrote apoteósico que coincide con dos decadencias simultáneas, la del 45 y la del 78. Este papel del fútbol, que en Yugoslavia se distorsionó hasta convertir los clásicos de Estrella Roja de Belgrado y Dinamo de Zagreb en preludios bélicos, permitió a Vázquez Montalbán hablar del Barsa como «ejército desarmado de Cataluña», papel romántico, muy jaleado por los rapsodas progresistas, con el cual el club acabó emborrachándose hasta dejarse abducir por esa militarización de la vida pública en Cataluña por la cual el Español acaba de convertir en gesta la pretensión de no ser «más que un club». «¡Ich bin ein Periquito!».
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