El primero de octubre Sofocado el golpe por la fuerza legítima del Estado democrático, ¿qué sucederá a partir de aquí? Alejo Vidal-Quadras. 17 de Septiembre de 2017. Voz Pópuli En el período turbulento de la vida pública española que se inició con la aprobación del Estatuto de Cataluña de 2006, ha habido no pocas voces que han señalado “la desafección” de los catalanes hacia España como la causa profunda del separatismo y han instado reiteradamente a afrontarla mediante acciones de la parte insensible que recuperen el afecto de la agraviada. La última advertencia en este sentido ha sido la del todavía presidente de la CEOE, Juan Rosell, catalán que a tenor de sus últimas declaraciones es uno de los “desafectos”. La tesis de estos componedores ayunos de imparcialidad, que bebe claramente de fuentes maragallianas, es que Cataluña no ha recibido del resto de España el trato que su excelsa singularidad merece y que esta ofensa, prolongada a lo largo de cuatro siglos, desde Olivares hasta el régimen de 1978, con momentos álgidos como la Nueve Planta, el Memorial de Greuges, el fracaso de la Solidaritat, el fiasco del 6 de Octubre de 1934, la dictadura franquista y la sentencia del Tribunal Constitucional que limó las aristas del Estatuto actualmente vigente, ha de ser reparada de una vez por todas con suficientes concesiones que apaguen para siempre el fuego secesionista. Esta perspectiva inspiró la Constitución de 1978, que configuró una estructura territorial del Estado que diese satisfacción a los nacionalistas. Se pensó, ingenuamente, que si disfrutaban de un Parlamento con notables facultades legislativas, un Gobierno con amplísimas competencias ejecutivas, presupuesto propio, bandera, himno, lengua cooficial, Diada y coches oficiales a granel, sus ansias centrífugas quedarían apaciguadas y podríamos ocuparnos con espíritu constructivo de los asuntos comunes en beneficio del conjunto. Además de este altísimo grado de autonomía política y de reconocimiento simbólico, se les facilitaron dos operaciones que han llevado a cabo a fondo: la expulsión del español del espacio público y de la enseñanza y el saqueo a mansalva del erario para su partido y para sus bolsillos particulares. El hecho de que los generosos otorgadores de tales gabelas se dedicasen a su vez al robo sistemático no le quita mérito a la tolerancia de las instancias centrales respecto a la Administración periférica más corrupta de nuestro país. Desde esta perspectiva, lo que está sucediendo en Cataluña estos días más que un levantamiento contra la injusticia es una explosión de ingratitud inaceptable. Bien es verdad que la autonomía se extendió a otras dieciséis regiones, generalización que algunos han esgrimido como un motivo adicional para que los nacionalistas se solivianten. Sin embargo, la consideración de la soberbia como una base legítima de reivindicación no parece demasiado razonable en términos políticos. En realidad, la multiplicación de territorios dotados de autogobierno, absolutamente innecesaria, carísima y absurda, se emprendió para proteger a Cataluña y al País Vasco de las iras del resto de España, que muy probablemente hubiera protestado enérgicamente al sentirse discriminada. La situación tan tensa que atravesamos y que seguramente desembocará en violencia, esperemos que no excesiva, el primero de Octubre, abre sin duda un angustioso interrogante sobre el futuro. Sofocado el golpe por la fuerza legítima del Estado democrático, ¿qué sucederá a partir de aquí? La repetición de los mismos errores que han provocado esta crisis no parece una opción aconsejable, pero incomprensiblemente es la que recomiendan figuras destacadas de nuestra sociedad civil como Juan Rosell que, en un momento seguramente de obnubilación, ha utilizado el término “sumisión” para describir el modo de relación de la Comunidad Autónoma catalana con el Estado. ¿En serio cree el presidente de los empresarios españoles que entregar a los separatistas aún más instrumentos para su destructivo propósito va a hacerles desistir del mismo? Que se sepa, un pase de entrada libre al casino no es la mejor receta contra la ludopatía. Por el contrario, lo que es obvio que hay que emprender después del mal trago que nos espera dentro de dos semanas es el camino inverso al que se eligió en la Transición. De manera gradual, hábil y acompañada de una intensa campaña de concienciación de la opinión, hay que devolver al Estado su funcionalidad, su eficiencia y su sostenibilidad financiera, lo que implica transformar la presente fragmentación legislativa, administrativa y lingüística, en una unidad armónica, respetuosa con los derechos individuales y, en consecuencia, con los hechos diferenciales de carácter cultural, pero sin poner en peligro los valores de libertad, igualdad ante la ley, solidaridad y justicia que definen los sistemas políticos del mundo occidental democrático. Y si alguien se considera “sometido” en un contexto semejante, es evidente que necesita terapia, psicoanalítica o farmacológica, que le cure lo antes posible de una obsesión tan peregrina.
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