La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. No conozco a nadie, de entre los que hicieron su aprendizaje político en la izquierda durante los últimos años de la dictadura, que tenga un ápice de simpatía por el nacionalismo. Es verdad que he perdido la pista de muchos de los de entonces. O que van quedando menos. Pero esa es mi experiencia personal. Quienes estuvieron en aquella época en una izquierda más o menos ortodoxa no fueron ni son nacionalistas. Fueron y son antinacionalistas. Es más, despreciaban, y desprecian, el nacionalismo como una suerte de infraideología. Nunca vanguardia de nada, sino retroceso. Tal vez por ese motivo todavía me produce extrañeza la facilidad, y la docilidad, con que la izquierda de las últimas décadas se ha inclinado ante el nacionalismo, ha ido de la mano con él, ha adoptado parte de sus dogmas y le ha mostrado, en toda circunstancia, grandísimo respeto. Eso es así no con todo nacionalismo, sino con el nacionalismo antiespañol, y parece una actitud derivada de los problemas irresueltos que arrastra la izquierda española en relación con España. Pero si alguno de los nacionalismos disgregadores ha logrado hechizar a la izquierda es el catalán. Iba a conseguir, con mayor unanimidad izquierdista que otros, la preciada etiqueta de progresista...
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