Desde hace un mes, el siete de mayo, soy testigo
del tránsito de mi madre. Sé que resucitar es un quehacer compartido, nada fácil y el dolor, como la vida, un misterio. Este misterio ha vuelto a tomar cuerpo, con ocasión de la muerte de nuestro anclaje primordial. Fui testigo, impotente, de su último momento y ápice vertiginoso del tiempo en el que se cumplía su vocación y encarnadura, hoy ya dispersión y polvo. La insuficiencia de aquel momento señalado, doloroso, opaco y fútil (¡Dios mío por qué me has abandonado!) me devolvió a la cotidianidad y a la disgregación iluminada de los "intrascendentes" días con sus instantes , todavía más profundos y diversos que el mar, sin más fe ni esperanza, que la que da la certeza de ser amado, en un tiempo extraño que compone historias que sólo Él hilvana y entiende y yo aprendo a acatar y a amar, desprendido cada vez más de todo.
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