Cristina, de padre riojano y madre canaria, ha localizado a unos parientes descendientes de cubanos en Miami. María, que es adoptada y está inmersa en una larga investigación en busca de sus padres biológicos, ha logrado identificar al hermano de uno de sus tatarabuelos. Y Joseph, hijo de una murciana y un catalán, cierra el círculo de su genealogía con toda una sorpresa para un hombre acostumbrado a lucir la única melena morena en una marea rubia: sus ancestros eran vikingos del sur de Suecia, su país de residencia desde hace 52 años. Todos estos hallazgos no son obra de Facebook; lo que ata todas estas historias familiares son los resultados de los kits de tests de ADN que arrojan valiosa información genealógica. Un paquete que se pide por correo a empresas privadas -principalmente estadounidenses, suizas y suecas- por precios que no suelen superar los 100 dólares, con una pipeta para depositar una muestra de saliva o un bastoncillo para raspar la mejilla por dentro y al cabo de entre seis y ocho semanas revela datos del componente genético que pueden retrotraerse hasta 10.000 años atrás.
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